Exposición “De los jardines, cielos y montañas”, Galería Bonino, 1974.
Hay en los jardines, en las frondas, en los mundos de Clelia Speroni, una arquitectura tan sabia y tan pausada que recuerda instintivamente a la otra, la de la naturaleza. Sobre todo ahora, en esta época del año, cuando el cielo acostumbra teñirse con su ternura más intensa, como imitando los cielos que ella dulcemente pinta; sobre todo ahora, cuando flores y aves pueblan, abigarradas, cada rincón o punta o fondo del paisaje. Bien haría esta creación dentro de la cual vivimos (y tantas veces, ignorándola) en acercarse a esta otra, la de las obras de Clelia Speroni, y seguir su ejemplo. Porque nos propone, quién lo duda, un lugar de paz, de sosiego, de gratificación. No como el que elude la realidad porque trata de ignorarla o de rechazarla, sino como quien, tras haberla conocido muy a fondo, la poetiza. He dicho poetiza, y no idealiza: lo afirmo conscientemente.
Porque el artista que en su obra idealiza las motivaciones de esa misma obra está, de una o de otra manera, traicionando a sus propias fuentes. Quien, como Clelia Speroni, se vale en cambio de la poesía, le rinde el más alto, el más sonoro de los homenajes.
Diafanidad, limpidez, cierta transparencia mozartiana, y al mismo tiempo, cuánta madurez. La de la luz, que se ha ido acumulando en cada uno de sus cuadros, fructificando y multiplicando allí la vida por la gravitación de su propio milagro. La de las formas, nítidas y exactas, negándose al caos o a la improvisación, pensadas y meditadas, pero lejanas –por suerte- de toda frialdad intelectual.
La del color, exaltado en su fecundidad, en su cualidad de dador de vida, semilla o germen de un prodigio simultáneo y múltiple. Imaginera y traductora directa de la fantasía, Clelia Speroni sabe también trabajar a fondo la materia, con la paciencia y con el ardor de un iluminador de códices, con el infatigable amor de un miniaturista que conoce y que establece las leyes de su propio universo; y es, a la vez, y tan profundamente, nuestra contemporánea. Como a través de espejos mágicos, reconocemos en su obra a esta vida nuestra, la cotidiana, captada en esa dimensión de alegría que sólo se tiene, con semejante generosidad, en el país o en el territorio de la infancia. Y nos reconocemos en ella, viajeros otra vez hacia el paraíso perdido, que alguna vez fue nuestro, y que Clelia Speroni, pintando, de esta iluminante manera nos devuelve.
César Magrini, primavera de 1974