
Los filósofos están de parabienes con la pintura de Clelia Speroni, porque el suyo parece, prima facie, un arte de citas, como si cada cuadro fluyera de un crisol, de un atanor en el que se han mezclado metales nobles y contrapuestos.
Sin fatigarse, el ojo descubre las arquitecturas de Domenico Veneziano, de Pinturicchio o de Mategna, el disegno deslumbrante del Cinquecento en los desnudos y cabezas de los personajes de Bomarzo y un tejido de colores que es sublimación de inmediatas y remotas lecciones: Russo, Matisse, los niños del taller.
Porque el horizonte de Speroni se amplía sin cesar, sin prejuicios, al ritmo de una sensibilidad que recibe gozosa la experiencia ajena y crea una forma inédita, un diálogo siempre nuevo entre el pasado y el presente, entre el diletto della natura, refractado a través del tiempo de las generaciones, y la desmesura cromática de América.
Densidad especulativa y desenfado son también los polos de la técnica, pues Clelia ha templado sus pinceles en el trabajo duro de la témpera y luego los ha liberado en el arabesco gestual o las veladuras del óleo.
Nos basta con hacer consciente esta aventura de nuestra visión y trazar una cartografía aproximada de los caminos creativos de Speroni, para satisfacer la inquietud que pudo habernos asaltado en un primer momento y que no deja de ser una obsesión pequeña en la propia artista: ¿Cómo es esto del Renacimiento en el final del siglo XX? ¿Vino viejo en odres nuevos, hastío y desilusión de la vanguardia, ejercicio posmoderno?
Insisto en que basta aquel primer análisis del itinerario físico y mental del ojo para disipar estos fantasmas. Pero hay más. La sintonía de Speroni con las técnicas y las construcciones del Renacimiento es más profunda: la coincidencia de nuestra pintora y aquel tiempo reside en la actitud de regreso a las fuentes del pensar y del hacer, en el volver perpetuo al hontanar de la vida que permite a la belleza renovarse, al mundo de los hombres dilatarse.
Nos basta con hacer consciente esta aventura de nuestra visión y trazar una cartografía aproximada de los caminos creativos de Speroni, para satisfacer la inquietud que pudo habernos asaltado en un primer momento y que no deja de ser una obsesión pequeña en la propia artista: ¿Cómo es esto del Renacimiento en el final del siglo XX? ¿Vino viejo en odres nuevos, hastío y desilusión de la vanguardia, ejercicio posmoderno?
Insisto en que basta aquel primer análisis del itinerario físico y mental del ojo para disipar estos fantasmas. Pero hay más. La sintonía de Speroni con las técnicas y las construcciones del Renacimiento es más profunda: la coincidencia de nuestra pintora y aquel tiempo reside en la actitud de regreso a las fuentes del pensar y del hacer, en el volver perpetuo al hontanar de la vida que permite a la belleza renovarse, al mundo de los hombres dilatarse.
No es casual que, en este crepúsculo de la vieja cultura europea, trasplantada a la tierra americana, Speroni nos muestre al Renacimiento como una Antigüedad fresca, el espejo que nos anticipa la imagen de la civilización nueva que aquí en América deseamos construir.
No es casual que, en este crepúsculo de la vieja cultura europea, trasplantada a la tierra americana, Speroni nos muestre al Renacimiento como una Antigüedad fresca, el espejo que nos anticipa la imagen de la civilización nueva que aquí en América deseamos construir.
Ecfrasis para la pintura de Clelia Speroni
Un pórtico de sombras verdes
Ha sido construido con cristales
Y el aire repleto de colores perfumados
Se preña congelado de hojas y naranjos.
Un busto antiguo de rizos
Y pinceles como trépanos,
Un desnudo gracioso, una taracea
Desfilan en el carro de engranajes infantiles
Que rueda por el arco,
Iris de metales y antimonio,
Que chisporrotea en el negro transparente.
José Emilio Burucúa, Exposición Avianca 1987
Uba, Academia Nacional de Bellas Artes